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La Puta al río (II)

Todas las encuestas  apuntan  en la misma dirección: los partidos políticos con marca nacional van a llegar muy igualados a las próximas elecciones y se van a repartir de 20 a 22 millones de votos.  De ello se deduce que será matemáticamente muy difícil articular una mayoría parlamentaria. El que mejor lo tiene es el PSOE, que pasa a estar en todas las quinielas, y el que peor, el PP, que baja de los 100 diputados. Al margen de la distribución concreta de los escaños, queda claro que el partido de Mariano Rajoy pierde el Senado y la capacidad para bloquear iniciativas legislativas disparatadas.

El marxismo tiende a reproducir sus pautas y estrategias en todos los continentes. Por ello es bastante previsible que enfoque toda su política económica contra los intereses del mundo rural y de la España interior. En los medios de comunicación, controlados y dirigidos desde Barcelona, ya se ha construido la imagen de una España vieja, rancia, corrupta y castellana que frena el desarrollo de una España joven, fresca, pujante y catalana. La España católica que vota al PP es reaccionaria y está anclada en el pasado; la España moderna es científica, progresista y mira al futuro con optimismo.

La realidad de la España de 2018 difiere mucho de la caricatura dibujada por los medios del nacionalismo catalán.  La supuesta España moderna, que mira al Mediterráneo y vive del turismo europeo,  acumula un déficit estructural que supera los 150.000 millones de euros al año, y no produce nada que permita colmar ese agujero. Gasta mucho más de lo que es capaz de ingresar, y se ha acostumbrado a un nivel de vida que no puede mantener.  Es adicta a las transferencias netas que salen de los Presupuestos Generales del Estado. Cuenta con una población activa de 5 millones de personas y una población pasiva de 15 millones. Sus trabajadores no son empresarios y científicos, sino camareros y repartidores precarios, y en su población pasiva abundan los jubilados europeos y los militantes políticos que viven a cuerpo de rey y derrochan recursos públicos.

Al igual que ocurre con las familias que padecen la tiranía de un hijo drogadicto en casa,  en la España que se nos viene encima los nacionalistas adictos y sus dealers no dudarán en saquear todo lo que puedan, con cualquier pretexto.  Pero mas allá de las amenazas y la violencia perpetrada por el yonquí catalán, el verdadero problema de fondo es que la ruina de la familia no va a proporcionarle nuevos recursos ni reducir su déficit estructural. Al contrario.  Y antes o después, el nacionalismo catalán intentará provocar su quinta guerra carlista.
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