are

Los árboles de la Avenida Emilio Romero

Corría el año 90 a su fin. El mundo era distinto, pero ya empezaba a ser igual. Se avecinaba la crisis de los Balcanes tras caer el Muro de Berlín. En EEUU, un ex director de la CIA reconvertido a político, George Bush, preparaba la primera Guerra de los Golfos, engañando a su aliado  Sadam Hussein. Supuestas masacres de niños en supuestos hospitales kuwaitíes, supuestas pruebas de una supuesta e inminente invasión de Arabia Saudí justificaban el aval de la ONU para cazar como conejos a los temibles soldados del cuarto ejercito mas poderoso del planeta. (La historia se repite como farsa bufa) La prensa libre e independiente negociaba los pormenores verdosos de la retransmisión en exclusiva del bombardeo de Bagdad. Ningún periodista, ningún periódico sentía curiosidad por la sobrevenida presencia de tropas americanas en la zona; ningún comentario, ni un sólo análisis sobre las razones del dictador iraquí para invadir Kuwait, salvo para glosar su maldad intrínseca. Su ambición criminal sin límite ponía en jaque a la comunidad internacional y forzaba una intervención humanitaria contundente.

En Arévalo, un plumilla abrumado intentaba cumplir con la función encomendada de informar a diario sobre la actualidad de una región parca en noticias. A hostias con el día a día, intentaba organizar una agenda sin caer en la paráfrasis de la nada. Contar a la gente lo que le pasa a la gente.  Suena muy bien, dicho así, pero la realidad diaria es una reacción en caliente.

El oficio de periodista es un trabajo de fabulación y la actualidad una pura entelequia, un marco vacío lleno de tópicos. Es una historia contada por un idiota, con gran alharaca y sin sentido alguno.

Para un plumilla abrumado, el oficio de corresponsal consiste en tejer un paradigma de relaciones urgentes, de tópicos enmarcados en un espacio predeterminado. Violentos sucesos, abundantes declaraciones políticas, convocatorias absurdas, patéticas promociones, incomprensible agenda administrativa, celebraciones rituales, efemérides de obligado cumplimiento, acaban configurando ese mapa absurdo de la realidad que describía con precisión Hamlet.

En 1990, la gente empezaba a creerse la democracia y tenía ganas de contar cosas, pero al plumilla abrumado no le llegaban las horas a fin de mes.  Tenía que elegir entre ir al Bingo de Medina del Campo a las dos de la madrugada o inventar tiempo con alevosía para investigar según qué cosas. La mayoría de las revelaciones carecían de fundamento, no se podían probar o simplemente ya eran conocidas.

Aún así, a pesar del ímprobo esfuerzo, el plumilla abrumado debía resultar bastante torpe porque casi todas las tardes, en esa hora tonta en que se aburren los directores, recibía la llamada del periódico.  De aquellos consejos de media tarde que le prodigaron, el consejo cierto y constatado: “el abanderado siempre se lleva los palos” y el corolario impepinable:  el soldado que se esconde sirve para otra guerra.

Aquella tarde,  la llamada del director duró más que de costumbre. Tenía que ver con el alboroto de no se qué noticia. Tras largo preámbulo y exposición de motivos acerca de los inconvenientes de destapar según qué casos de corrupción, llegó la luminosa revelación: “el periodismo de investigación, piltrafilla, consiste en ir a contar los árboles de la Avenida Emilio Romero”.  ¡Acabose! ¿Para qué molestarse? ¿Para qué echar a perder una lucrativa carrera de portavoz en un gabinete de prensa? ¿Para qué arriesgarse a preguntar? ¿Para qué informar?

El periodismo es una profesión envuelta en un halo místico. Tiene algo de mesiánica, a pesar de ser una de las actividades más corruptas a las que puede dedicarse  el ser humando.  Desde siempre los periodistas han vendido su pluma al mejor postor, y por cada  profesional que arriesga su vida por revelar a la sociedad la sencilla verdad de las cosas, hay 10 que viven de las participaciones del famoso y bien dotado Fondo de Reptiles.

Al hilo de la decadencia de la sociedad de la información, se ha puesto ahora de moda cargar las tintas contra los mercenario, pero el debate es otro.  Por utilizar una expresión coloquial: “se han roto las reglas del juego democrático”.  Por parte de los medios y por parte de la Opinión Pública.  Sin una información aproximadamente veraz, aproximadamente objetiva y aproximadamente independiente que permitan valorar y controlar la acción de gobierno, la democracia no es posible.  Más importante que la representación parlamentaria es hoy la existencia de un periodismo independiente. Sin ella somos meros consumidores felices en el pesebre.

Para que el periodista pueda cumplir su contrato con la sociedad y los plumillas seguir ignorando cuantos árboles hay en la Avenida Emilio Romero, es necesario que la Opinión Pública cumpla con su parte del trato y baje cada día al kiosco a comprar el periódico que más le gusta.

(c) Belge. Enero 2004. Publicado en Aviladigital.

 
(Visited 76 times, 1 visits today)

2 pensamientos sobre “Los árboles de la Avenida Emilio Romero”

Deja un comentario