Siempre hubo clases. Desde que el más fuerte demostró que era capaz de contribuir más en la caza colectiva de la tribu en los inicios del Homo Sapiens. El liderazgo trae consigo el poder. El poder, estatus. El estatus, la existencia de clases. Es algo inevitable, connatural al género humano.
En el pasado el poder se tomaba personalmente por la fuerza, y se conservaba por la misma fuerza y por el acceso a una defensa superior. Hasta que se inventó la ballesta y el caballero medieval con armadura quedó a merced de cualquier disparo lejano.
Pero independientemente del modo de acceso al poder, quienes lo ostentaron siempre fueron más, muchos más, entre los malvados que entre los buenos.
Hasta principios del siglo pasado los poderosos y pudientes (no es lo mismo) eran conscientes de que su poder y riqueza se basaban en el abuso sobre el débil y presumían de ello, no les avergonzaba. Los raros ejemplos de mandatarios que fueron buenos o al menos aceptables para su pueblo lo fueron a costa de ser crueles y despiadados con otros pueblos a los que esclavizaban y expoliaban. Y hacían gala de ello.
A finales del siglo XIX se había asentado plenamente lo que llamamos Revolución Industrial. Los poderosos ya no eran quienes gobernaban, pero ponían y quitaban gobiernos y financiaban y provocaban guerras para controlar una serie de riquezas que tenían que ver con necesidades nuevas del hombre moderno: petróleo, minería, acero, madera para fabricar pasta de papel o para la construcción, etc… En pocas décadas una serie de hombres que eran en general unos psicópatas muy despiadados había conseguido una acumulación de riqueza nunca antes vista en los negocios.
Y entonces algo cambió. Uno de los más ricos, Andrew Carnegie, descubrió al resto una nueva arma de poder, la filantropía, practicada hasta entonces por algunos aristócratas, especialmente por sus mujeres, que así hacían algo más que figurar de florero en sus mansiones. Era lo único que estaba bien visto que las mujeres de clase alta hicieran fuera de casa. Hace de eso poco más de cien años.
Carnegie era un filántropo auténtico y convencido, así como lo eran a su manera el resto de aquella especie en aquel momento. Gentes idealistas convencidas de que contribuían con el regalo de parte de su riqueza a la mejora de la alimentación, salud, educación, acceso a la cultura, etc… de los más desfavorecidos. Todo aquello era falso como un escenario de cartón piedra, pero muchos de ellos obraban con buena intención. Por ejemplo, a Carnegie le dio tiempo a regalar más de la mitad de su fortuna antes de morir y dejó indicaciones expresas para que los dirigentes de su fundación regalasen el resto.
A la muerte de Carnegie otros dos de aquellos recientes multimillonarios, sus “amigos” Rockefeller y J.P. Morgan, se apuntaron a la filantropía, pero a su manera. Dicen que tomaron la decisión en el mismo funeral de Carnegie, pero probablemente será una leyenda. Con el paso de los años el resto de multimillonarios hicieron lo mismo, por imitación.
Sus fundaciones filantrópicas les permitieron practicar una especie de marketing que los presentaba como benefactores de la sociedad. Actos sociales, cenas de recaudación de fondos para beneficencia, becas de estudios, sociedades culturales, teatros, bibliotecas, deportistas becados que ganaban medallas para su país en los Juegos Olímpicos, etc… Pero esos poderosos no pretendían hacer el bien, sólo habían encontrado una herramienta para ganar aún más dinero. Por eso forzaron legislaciones que reducían su carga de impuestos si el titular de sus empresas era la fundación. Seguían siendo plenamente conscientes del mal que hacían y no tenían ninguna intención de cambiar.
Para 1990 aproximadamente todos los inmensamente ricos disponían ya de su propia fundación. Pero los últimos de esos hombres inmensamente ricos no eran como sus antecesores, Rockefeller y compañía. No eran la clase de psicópatas que había necesitado pelear en el fango. No habían financiado directamente guerras para controlar territorios petroleros o mineros. Ni habían traficado con esclavos, con armas o con drogas.
Toda su riqueza venía de actividades “de despacho” limpias y respetables, sin mácula. Los nuevos negocios eran entre otros: Informática (Gates y Jobs) Seguros y reaseguros (Buffet), bases de datos (Ellison), Internet (Page), distribución de productos y servicios (Bezos), redes sociales (Zuckerberg y compañía), contenidos (Hastings), etc… Todo muy aséptico y políticamente correcto. Como mucho, incurrirían en sus comienzos en alguna pequeña corrupción para impedir a otros competidores la licencia o para dificultarles la financiación, robos de información y cosas así, pero nada salvaje.
Ahora tenemos un problema más que serio. Todos ellos son también psicópatas, pero no creen serlo porque nunca han pagado directamente por sangre y vidas ajenas. Piensan de verdad que con sus acciones contribuyen a nuestro bien. Están absolutamente convencidos de que tienen encomendada una misión en el mundo, como si fueran unos mesías. Y tienen más poder e influencia de la que nunca soñaron Rockefeller o J.P. Morgan. Están empeñados en conseguir una nueva sociedad de hombres nuevos. Es el sueño del nazismo. Nihilismo en estado puro. La encarnación del mal.
Cualquier consecuencia indeseada como resultado de sus acciones son daños colaterales inevitables. Venden la idea de que en el balance daños/beneficios los beneficios son mucho mayores para la humanidad y por tanto sus decisiones son las correctas. Juegan a ser Dios, y cada vez que el hombre ha jugado a ser Dios las consecuencias han sido nefastas. Son en realidad el Diablo. Ya dicen que el mayor peligro del Diablo es hacer creer que no existe.
Sus antecesores nunca se creyeron Dios. Cuando se miraban al espejo cada mañana sabían perfectamente que eran una banda de hijos de puta. Y se sentían orgullosos de ello. A mí que me den a Rockefeller o J. P. Morgan, que eran auténticos cabrones pero venían de frente y no nos daban lecciones morales. Ni pretendieron vacunarnos a todos por nuestro bien.
Excelente, muy bien enfocado