Cualquier español que viaje al Norte, a cualquiera de los países que vieron nacer la Revolución Industrial, sabe por experiencia que si llega tarde al mediodía o por la noche, se quedará sin poder comer o cenar. En Berlín, cuna de las nuevas ideologías, los camareros le harán saber, con un inglés de andar por casa, que la cocina está cerrada a partir de las 10. Se pueden emborrachar pero no cenar.Por regla general, en todos esos países es mejor no accidentarse a partir de las 6 de la tarde, durante el fin de semana , ni necesitar nada que no pueda llevar en la maleta. Todo está cerrado. Lo racional, según esa buena gente racionalizadora, es quedarse en casa viendo la tele.La crónica que puede hacer cualquier viajero español, al estilo de las que inmortalizaron en España los turistas británicos y franceses, es tan elocuente que se debería enseñar en los colegios. El relato pormenorizado de vida laboral de un simple fontanero o camarero serviría para sacudirnos nuestros complejos patrios. Son escasamente productivos. Cuando no están de resaca, son organizados y puntuales, pero su disponibilidad es nula para resolver cualquier incidencia imprevista o fuera de su horario.El reciente caos provocado por los atentados de París y Bruselas ha costa la friolera de 0,6% del PIB en esos países. Son cerca de 20.000 millones de euros, consecuencia directa de su manifiesta incapacidad para improvisar soluciones concretas y eficaces al margen de las tareas programadas. No salen bien parados de la comparación con la gestión de los atentados del 11-M en Madrid.La Iglesia Católica ideó, a lo largo de toda la Edad Media, una política económica pragmática e inteligente que resiste ventajosamente la comparación con la mayoría de las ocurrencias actuales. Levantar una Catedral o construir una iglesia era puro keynesianismo, al igual que lo es gastar una fortuna en construir el AVE de Cataluña (60.000 millones) para que viajen 40 personas a Francia, pero con una diferencia: las catedrales han resistido el paso el tiempo como patrimonio de la Humanidad y los aeropuertos y estaciones de trenes desiertas son un himno al derroche y a la corrupción.En el calendario laboral de la Edad Media, en toda Europa, los historiadores han llegado a contabilizar 170 fiestas de guardar. A pesar de la imagen que ha llegado hasta nuestra días, en forma de caricatura, lo cierto es que trabajaban un día, de sol a sol, y descansaban otro. Protegidos o amparados por la Iglesia, los siervos de la época feudal trabajaban menos horas al año que nuestros contemporáneos.Los sindicatos de empresarios se quejan de que en España los puentes y demás festivos católicos les causan serios quebrantos y piden que se supriman y sustituyan por el Black Friday, el Cibermonday, el indulto del Pavo, el día de la Marmota, la Fiesta del Orgullo Gay, Octoberfest y, en general, por el Día del Consumidor Gilipollas. Sus argumentos empresariales carecen de peso, más allá de constituir un caso patente de superchería estadística. Los mismos problemas logísticos que puedan causarle un día de puente se los causan 52 domingos cada año.Si la solución a la falta de rentabilidad de muchas empresas mal dirigidas por herederos, rentistas y directivos incompetentes fuera suprimir los domingos e imponer la jornada laboral non stop, tan imaginativa medida ya se habría tomado. El único problema es que se incrementarían las pérdidas y se desplomarían las ventas.El consumo no se incrementa con un mayor horario comercial, sino todo lo contrario. Nadie entra en un bar sin clientes ni compra en un supermercado vacío. Duplicar el horario comercial, de 3.000 a 6.000 horas, traería como consecuencia directa un desplome a menos de la mitad del consumo, y como consecuencia derivada un fuerte incremento de los costes fijos. La demostración matemática es elemental.La solución que plantea el sindicato de empresarios, bajo el eufemismo de racionalizar los días festivos, es putear a los camareros productivos que han puesto de moda un local. Es un comportamiento absurdo y contraproducente, a todas luces, pero la codicia carece de lógica. El establecimiento puede crecer hasta funcionar 6.000 horas al año a pleno rendimiento, pero nunca en detrimento de sus camareros. Si los sustituyen por empleados más dóciles, racionalizados, y peor pagados, al bar le sobrarán primero 1.000 horas y un par de trabajadores, luego 5.000 horas y todos los camareros, y acabará cerrando días hábiles, puentes y festivos.(c) Belge. 07/12/2016