La trama

A unas de sus mellizas la quiso llamar Estúpida, y a la otra, Codicia. Pero por un capricho del destino, la primera salió lista y calculadora, y la otra, algo ingenua. Fue su manera de vengarse por ver truncados sus sueños de Miss de provincia. Era su manera de vengarse de él. El parto fue largo y doloroso, y milímetro a milímetro se fue apoderando de ella un sentimiento de rabia hacía el malnacido de su novio que la había dejado preñada. Nunca le había querido, ni cuando le gustaba. Debió pensar que se había pasado la vida sin saber lo que le gustaba, lo que le convenía. Todo transcurre por azar hasta que tienes que elegir el nombre de un niño o del chucho.

Se conocieron por error. Recordaba aquel día por el miedo que dominaba su cuerpo y por el mayor orgasmo que había experimentado en su vida.  No sabía aún su nombre y le estaba bajando las  bragas  en ese lugar mugriento que apestaba  a orina y vómito. Le había dicho: “Confía en mí, te puedo ayudar”.  De la mano, firme y suave, entre la gente que corría, se sentía extrañamente segura. Llevaba tantas horas conteniendo las lágrimas en aquel aeropuerto frío de Moscú, que la sonrisa de aquel chico le transmitía una agradable sensación de paz.  Al entrar en los servicios de mujeres, acercó sus labios sin decir nada y la besó. La sujetaba contra la pared con su propio cuerpo, y percibía que su perfume delicado y dulce le invitaba a dejarse ir.  Antes de que la penetrara ya había perdido el control.

 

Ángel Suquet estaba sentado en aquella sala de espera destartalada del aeropuerto de Moscú, flanqueado de dos policías en uniforme. Leía un libro, muy tranquilo. Levantó la vista si se percató que ella intentaba ver el título. “La Ciudad de los Prodigios, de Eduardo Mendoza. ¿Lo ha leído?” “No. ¿Es interesante?”  “Como la vida misma”.  Su español era perfecto. Debió adivinar su pensamiento por la expresión que puso, y se anticipó: “Es Usted española, probablemente de alguna ciudad castellana.  Burgos, Palencia…”.  Había acertado. Sus padres eran de un pequeño pueblo de Palencia.  ¿”Se me nota”?  Le vio sonreír por primera vez y supo que pertenecía a esa clase de personas capaces de sonreír con algo que llevan dentro. Cerró el libro y aclaró que la había visto cenando en el comedor del Hotel Internacional, mientras intentaba espantar al camarero que insistía en venderle una cámara Zénit.

 

 

Los acontecimientos se precipitaron. Uno de los policías estaba muy agitado. Tardaba menos en sentarse que en volverse a levantar. Se les acercaba gente, con cara asustada, que se paraba a escuchar la megafonía. No conseguía adivinar el sentido de aquellas conversaciones. Todos los vuelos estaban siendo cancelados, y los pasajeros habían empezado a deambular de un mostrador a otro, billete en mano, como si aquel trozo de papel fuera un salvoconducto. Los teléfonos no funcionaban. Ella quería llamar a su casa, tranquilizar a sus padres, pero los teléfonos no funcionaban. El Destino le acababa de jugar una mala pasada. Estaba ahí tirada en en un aeropuerto sin alma, esperando un Vuelo para Madrid. No hablaba ruso y su inglés era básico.  Cuando regreso a su asiento, los dos policías habían desaparecido y el chico estaba recogiendo sus cosas para irse. “Espera…Me llamo Patricia  San Martín”.

 

 

Moscú era una ciudad en estado de sitio desde que la saqueó Napoleón. Sus ciudadanos vivían a la defensiva, esperando el transcurso de los siglos. Para pedir un café, aguardar una interminable cola o coger el autobús, mantenían la posición. La anarquía reinaba aquel día en las calles pero dentro de un orden.  Los coches circulaban a gran velocidad, y algunos manifestaban su contento tocando el claxon. “Sígueme”, dijo Ángel, al tiempo que sorteaba la caótica fila que aguardaba para tomar al asalto improvisados taxis que paraban a cargar viajeros.  Siguieron andando unos minutos a lo largo de la avenida Domodedo, y sacó de la cazadora unos billetes de 50 dólares que se puso a agitar brazo en alto. Patricia fue testigo del milagro: no tardó 30 segundos en parar un viejo Lada blanco, con una puerta que debió ser azul alguna vez.  “¿Habla nuestros idioma”? “Da, Ma-drit, Madrit”. Eso y dos billetes de 50 dólares bastaron  para que les llevara a su destino. Eso y una tarjeta ilustrada con un par de bailarinas.

 

Patricia no había cumplido los 23 años, y aquel antro la impresionaba, pero no tanto como la exagerada jovialidad del que aparentaba ser el dueño. Pensó que a todos los rusos los debían fabricar igual, porque era un clon del falso promotor del espectáculo que la había hecho viajar engañada a la URSS. Solo faltaba que se llamara Igor, y así se lo presentó Ángel. “Igor Bogunov, un amigo”. A los rusos les gusta que les llamen amigos, y el tal Igor era de los que sabía exactamente el precio de cualquier ser humano. “Amigo mío, dijo en inglés, la última vez que nos vimos ibas bien acompañado”, haciendo un ademán de cuadrarse.

 

Pasaron varias horas en aquel club, bebiendo vodka. Estuvo un rato sola, sentada en un rincón e intentando pasar desapercibida. Igor y Ángel conversaban en la barra, en lo que podía ser una estampa de cine negro americano. El chico tenía un perfil agradecido, y no debía tener muchos más años que ella. 26, 27 tal vez. El alcohol en su estómago vacío hacia mella y se volvía a sentir excitada. Oculta con la mesa y el abrigo, se masturbó discretamente.

 

“Tengo hambre, se quejó Patricia. Podríamos regresar al Restaurante del Hotel”. Pero solo consiguió que Ángel le trajera otro paquete de cacahuetes con sabor añejo. “Ahora no te lo puedo explicar, pero no podemos regresar al Hotel. Igor nos va a conseguir un autobús para Varsovia. Debemos salir de la URSS cuanto antes: han dado un Golpe de Estado y ni él sabe lo que puede pasar”.

 

A Polonia viajaron con el autocar de la Tuna de Industriales de Zaragoza, como una joven pareja de novios atrapada en aquel lío. Los maños derrochaban alegría; se habían recorrido la Madre Rusia entera y todos los garitos y burdeles de Rusia que controlaban los amigos de Igor. Entre las risas del viaje, las jotas de rigor y las aventuras del niño Pisha, que se había enamorado  de la joven Natascha en uno de los puticlubs, el pesado viaje se le hizo corto.

 

 

 

-2-

Estúpida era una niña observadora y callada  que pronto sospechó que las palabras escondían un extraño poder mágico. Ella quería pasar desapercibida como su hermana, pero su nombre pronunciado en voz alta  alborotaba su pequeño mundo. El primer recuerdo que tenía de Ángel, su padre, es que no estaba. Su madre decía unas veces que estaba trabajando y otras que estaba de viaje, en un país muy lejano. La verdad es que en aquella época pasaba una temporada en la cárcel por un delito menor. Lo decían los padres de su amigo  Jorge, el vecino. A ella no, claro. Se quedaban con las dos mellizas cuando la madre se iba a trabajar y eso les daba el derecho a chismorrear de todo.

 

Codi se sabía guapa y muy pronto aprendió a usar su cuerpo para conseguir lo que quería. Su abuela repetía que era igual que su madre, y ni siquiera percibía la carga de ironía en sus palabras. No necesitaba decir nada para expresar lo que sentía, y con su abuela era casi telepatía. Podían decírselo todo sin decir nada. Les bastaba una mirada para reírse cuando se juntaban todos para fingir que eran una familia normal. A su padre era lo único que le sacaba de quicio. No decía nada, por supuesto, pero se retorcía por dentro como un gusano en un anzuelo. Estaba ahí y al mismo tiempo no estaba. Su padre no era de contarle muchas cosas. Cuando preguntaba algo, la miraba con mucha dulzura y le tocaba el corazón: “Todas las respuestas están ahí”. A su hermana le decía lo mismo, pero le tocaba la frente con la punta de los dedos.

 

-3-

Patricia se encontró a Ángel Suquet en el salón del Hotel Sheraton de La Diagonal en Barcelona. Habían pasado 7 meses de su viaje a Moscú, y se encontraba trabajando como azafata. Lucía una barriga de embarazada que empezaba a ser prominente y dificultaba sus movimientos. Se había sentado para quitarse los zapatos unos segundos, y ahí estaba el, charlando con un hombre de edad incierta, abogado o notario. La sorpresa fue mutua, pero bastó sostener una mirada para despejar la duda sobre la paternidad de la criatura que esperaba. Luego se le pareció iluminar la cara y la invitó a que se sentara con ellos. “Patricia, quiero proponerte un trato”. Aquella escena la recordaba con todo detalle. “Quiero casarme contigo”. A modo de dote, escribió una cifra fantástica en una servilleta de papel.

 

 

Le volvió a ver, unos días después, en el informativo. El locutor del telediario decía algo de una detención por estafa, pero toda la actualidad estaba demasiado focalizada en los preparativos de los JJOO como para prestar atención a otros asuntos que despachaban de corrido. Su corazón dio un vuelco. Por primera vez en su vida, Patricia bajó al quiosco a comprar un periódico. Y ahí estaba la foto. No salía de su asombro. El futuro padre de la criatura que llevaba en su vientre era descrito como un buscavidas que se había hecho pasar en tierras rusas por un alto representante del Consejero de Economía de la Generalitat. No entendía ni la mitad de lo que estaba leyendo. No sabía que era un joint venture ni como podía nadie firmar un contrato de 300 millones de dólares. La noticia la leía una y otra vez, pero no conseguía imaginar la realidad que se escondía detrás de cada una de las palabras. Una sensación desagradable. No se consideraba a sí misma como tonta, pero tenía la misma sensación extraña que cuando en el regreso en autobús le había preguntado acerca de su vida y de los policías del aeropuerto. Su joven compañero de viaje le había intentado explicar qué era una Comisión Rogatoria, pero a decir verdad, entre las jotas de los tunos y el cansancio mental acumulado, no había entendido nada. No había conocido a nadie como él. Era la típica persona que podía decir “cuanto menos sepas, mejor para ti” y que sonara a consejo afectuoso.

 

 

Ángel fue portada tres días, y los periódicos dejaron de hablar del tema. Patricia había recortado todos los artículos y reportajes, decidida a comprender el asunto. Tenía decenas de preguntas sin respuesta, y llegó a sospechar que los redactores de la noticia se limitaban a reproducir una información que no comprendían. ¿Qué pintaban una aseguradora y una empresa cervecera en el falso proyecto de construcción de un complejo de casinos y hoteles en Crimea? La importancia del acuerdo había merecido la presencia protocolaria del ministro ucraniano de la Construcción, un tal Boris Azarov, y de varios altos cargos de la URSS.  Una foto recogía el instante de la firma, rubricada por el supuesto político español, Ángel Suquet Villarroya.

-4-

¿Conocía las actividades de su marido, Señora?  Aquella pregunta no era retórica. Su abogado le había explicado que llegarían a ese punto. De ella dependía ser convincente. Debía alejar cualquier sospecha de connivencia, despejar dudas.  No, no las conocía; estaba enfadada con él y al mismo tiempo agradecida de que se hiciera cargo de las niñas a pesar del juicio. Se iban a casar en secreto en una Iglesia de Moscú, porque le parecía una idea romántica, pero acabaron haciéndolo en un juzgado por las dificultades del rito católico-ortodoxo.  No le hizo falta fabular mucho los detalles del banquete y de la Fiesta que le habían preparado los amigos y socios de su novio. Ignoraba todo de los negocios de Ángel. Creía que un simple agente comercial. ¿No ha leído Usted los periódicos, Señora?  Sí, pero no sé si he entendido algo, mintió.

Te has librado, le dijo su abogado en el ascensor. Les has hecho sonreír.  Lo cierto, sin embargo, es que no se libró: Patricia fue condenada a 6 meses por Delito de Banqueo Imprudente. La multa que le impusieron, no la podía pagar, así que acordaron que la abonaría a plazos.

Los periódicos se cansaron pronto de informar. No volvieron a hablar Ángel Suquet hasta la sentencia. No le convenía a nadie en Barcelona. Patricia deducía de ello que quedaban demasiadas preguntas sin respuesta.  Podía llegar a entender la lógica de una pretendida inversión en Crimea, pero no que un falso agente comercial lograra convencer a los rusos que representaba a un consorcio de empresas catalanas interesadas en un proyecto petrolífero. El caso no solo había provocado una cascada de desmentidos oficiales en España, sino un escándalo político en Ucrania y la suspicacia del gobierno ruso, del que Kiev quería alejarse con ese proyecto.

Patricia no quería conocer muchos más detalles de aquella estafa, pero le intrigaba que las empresas que habían amenazado con demandar a Ángel Suquet, una vez que se aclarara la situación, no llegaran a formalizar su denuncia en los juzgados.  La única información que le sacaba a su marido era: “Nada es nunca lo que parece”.  El recorte del Finantial Times, en su edición europea,  decía que el Gobierno ucraniano insistía en seguir adelante con el Proyecto que les debía ayuda a abastecerse de gas a un precio inferior al combustible que importaban desde Rusia.  Su portavoz, un tal Dimitri Dimyaniuk, hablaba de Suquet Villaroya como el representante comercial especializado en empresas españolas en el país.  El malentendido no iba a afectar al Joint Venture con los americanos de Innovate Energy, por más que le líder de la Oposición lo calificara de lamentable fraude y exigiera una Investigación oficial detallada.

 

 

-5-

Pocos días antes de entrar en la cárcel de Soto del Real, Ángel se dejó caer por casa para ver a sus hijas. Venía cargado con dos gigantescos peluches y un cachorro de pastor belga. Se iba a ausentar, y las niñas sabían ya que tocaba celebrar algo. La Fiesta de la Primavera, un cumpleaños, las buenas notas en el colegio, el nuevo trabajo de mamá. Encargaban pizzas y bebían coca cola por la noche. Era la única ocasión en que podían beber coca cola antes de irse a la cama. Papá contaba chistes, adivinanzas, historias de sus viajes, y las tres mujeres reían. El perro se puso a ladrar. Papá, ¿cómo se llama el perro? Ángel tranquilizó al perro y les contó que no tenía nombre; era un bebé, y debían buscar uno que le gustara. Las dejaría a solas con el perro, un rato, para que se hicieran amigos; se iría con mamá a la cocina.

La casa adosada a la que se había mudado Patricia era impersonal, roja, con un ventanal que daba a la calle principal de la urbanización Nueva Villa, en las afueras de Madrid. La había elegido por el jardín, atrás, para que jugaran las niñas cuando crecieran. La promotora que se la vendió había quebrado, y el jardín de la maqueta se había quedado sin árboles, sin flores y sin césped. Deberías levantar las vallas, le decía Ángel, pero a ella no le molestaba que la vieran los vecinos. Le gustaba charlar con Manuel y Adriana, mientras se demoraba con la colada. Su vecina era azafata de vuelo y tenía un gracejo especial para contar las anécdotas de sus viajes.

Es un revólver, dijo, mientras dejaba un paquete sobre la encimera. Quiero que lo tengas escondido en casa. Sal al monte un domingo, cuando vayas al pueblo de tu madre, y dispara con el. Espera a que empiece la temporada de caza en noviembre, no llames la atención. Patricia escuchaba asustada la explicación de Ángel Suquet, y tuvo el presentimiento que nunca había sido agente comercial. Ellos, los hombres a los que aludía su marido, aparcarían un coche o una furgoneta en frente de casa. Debía estar atenta a los pequeños detalles; debía confiar en su instinto, y no dudar. Coge a las niñas y sal de casa; avisa a la policía.

-6-

Su hija es una niña prodigio. Lo absorbe todo como una esponja. ¿Es eso bueno o malo? preguntó Patricia, que no acaba de ver la diferencia entre una reunión de padres y la de los Propietarios de la Urbanización. Aquel hombre ya entrado en años, Don Fernando, no aparentaba ser muy listo y parecía formar parte del mobiliario del aula. Unos pupitres, una pizarra, un maestro, todo verde de serie. Depende, dijo, mientras se subía las gafas y echaba un vistazo entre displicente y descarado al género. Antipatía mutua, a primera vista, que acentuaba esa pausa tonta y afectada que se tomaba antes de contestar. Un día pregunté en clase si sabían qué era una hipoteca y…su hija lo explicó con claridad. Yo no lo habría explicado mejor.  Es el dinero que le da el banco a Papá y a Mamá para que se compren una casa cuando no tienen dinero.

Patricia no recordaba haber hablado de hipotecas y bancos con sus hijas, pero no descartaba que estuvieran presentes cuando Ángel le daba detalles sobre cómo comprar la casa. Desde que se había aficionado a leer la Prensa, intuía muchas cosas que no acababa de entender. Pedir una hipoteca, con el aval de su madre, a pesar de tener el dinero del trato con Ángel, le habría parecido un contrasentido unos años antes. Haz lo mismo que todo el mundo, no llames la atención.

No había sido buena estudiante, no le gustaba leer. El mundo en la calle tenía más atractivo para ella, todo reclamaba su atención y no tenía tiempo para quedarse sentada, quieta; le resultaba muy extraña la afición de su hija. Se podía quedar horas y horas leyendo, mientras su hermana miraba la tele o jugaba con el perro. ¿Qué estás leyendo?  un libro, mamá. No comunicaba. No había ironía, no había emociones en sus palabras. Desde bien pequeña, tenía ese extraño don: no transmitía nada, como si no fuera con ella, excepto cuando reía. Era como romperse un dique.

7 –

 

El hombre que se presentó en el vis a vis como abogado tenía un ligero acento catalán que intentaba disimular. Vestía sobrio, con una corbata azul de nudo sencillo que su mujer le anudaba por las mañanas. Manos finas, con las puntas de los dedos amarillas porque no conseguía dejar de fumar. Había probado ya dos marcas de parches, pero la tensión le jugaba malas  pasadas. Vivir en Madrid, una ciudad tan diferente de su Reus natal, no ayudaba a que bajara la guardia. Hacía ya casi 10 años que no tenía que salir del despacho, pero eso no le relajaba. Lo peor eran los informes, tener que medir todas las palabras, para que nadie los leyera, para el archivo. Su mujer era feliz, y sus hijos vivían en la inopia de la adolescencia, y no podía confesar en casa que echaba de menos el trabajo de campo. De vez  en cuando, se ofrecía voluntario para pequeñas misiones y lo mantenía en secreto. Luego, al redactar el informe, se recreaba en los detalles. Fue esa capacidad para analizar pequeños detalles sin importancia la que le alertó cuando le ofrecieron visitar a un preso en la cárcel de Soto del Real. La foto del reo, que acompañaba el dossier, era antigua, pero le bastó para identificar esa pose marcial que nunca se pierde. Advirtió enseguida que el recorte de prensa adjunto no le hacía justicia a Angel Suquet. Era de ese tipo de persona que podía saber muchas cosas pero nada de lo que dijera sería verdad. No preguntó nada, ni siquiera cuando le contó que podían sacarle de ahí. Se limitó a decir: “Está bien…con una condición”. Saldría con el tercer grado al cabo de 4 meses, y se pondría en contacto con sus amigos de Moscú. Les interesaba un hombre en concreto, el que había sido el asesor más joven de Yeltsin un año antes del Golpe. Estaba desaparecido. Debía encontrarle. Le harían llegar más información, a través de un agregado de la Oficina Comercial, en San Petersburgo.

8 –

 

Lluis San Antonio reflejó en su informe que Suquet Villarroya había solicitado protección para su familia, pero que le había dejado claro que no iba a ser posible. No existiría ninguna clase de relación que se pudiera interpretar como institucional. No añadió nada, ninguna valoración, ninguna consideración personal de la que se pudiera deducir un juicio. Debía parecer que la cosa no iba con el.  El personaje se sabía inteligente pero se esforzaba por disimular la fuerza de su mirada. Le observaba en silencio como una serpiente al acecho. Ni siquiera se había descompuesto cuando le había aclarado que no las iban a dar protección.  Está bien, dijo, está bien.  No explicó sus motivos. En el informe se limitaba a reflejar que Suquet esperaba una respuesta antes de una semana, como si tuviera otra cosa que hacer en la cárcel. A modo de despedida,había exigido que siguiera él como interlocutor. Aquella petición le había descolocado, y percibió algo en su mirada que no acertó a definir. Ese primer encuentro, que servía para que sus superiores tuvieran un retrato fiel de quién era Ángel Suquet, se había saldado en tablas.

 9 –

Patricia intuyó que algo iba mal. Era como un presentimiento que le hacía un nudo en el estómago. Entró en casa y bajó las persianas. Intentaba pensar deprisa. Las niñas jugaban en el porche con Caifax. El perro movía la cola de un modo compulsivo, como si quisiera decir algo. Los vecinos no estaban en casa, se habían ido unos días a Disneylandia. Tenía las llaves de la puerta trasera, para regar las plantas, subir y bajar las persianas. Podía acceder al garaje y llevarse el coche. Primero el revólver, que guardaba en su ropero, coger dinero  y llenar una mochila con algo de ropa. Niñas, hay que ir a regar las plantas de Adriana. El cachorro seguía ladrando, tenían que llevárselo. ¿Qué le iba a contar a Adriana? Tendría tiempo para pensar algo mientras conducía. Con los nervios, no se fijó en la furgoneta blanca que estaba aparcada en la esquina de la calle, en los dos hombres que la miraron  al pasar. Tampoco se fijó en los individuos que estaban abriendo la puerta de su casa. Conducía rápido. Pensó en ir al pueblo de su madre, y hacía allí se dirigía, pero cambió de dirección. No era buena idea. Debía recordar algunos consejos, pensar rápido, pensar claro. Un ladrido de Caifax le aclaró las cosas: la prioridad era buscar un hotel que aceptara mascotas.

 

 

En un segundo memorando, San Antonio corrigió su primera impresión y recomendó protección para la mujer y las hijas .”Los 3 hombres que vi buscaban algo que no encontraron. No se pusieron nerviosos. Profesionales. Permanecieron 10 minutos en el domicilio, antes de subirse a un CX gris metalizado; la matrícula M- 6787 – IJ, falsa. Lo volverán a intentar y esa mujer no tendrá tanta suerte, la próxima vez. Suquet retiene información sensible. Debemos ser los primeros en tratar con él”.

11. –

Se instalaron en un pequeño pueblo de Huesca. En Madrid, la abuela se encargaba de alquilar el piso y mandarles el dinero. Las niñas no tardaron en adaptarse a su nuevo entorno, el perro fue su mejor embajador. Para Patricia, todo fue más complicado. El mundo rural no le era del todo desconocido, pero extrañaba la única forma de vida que conocía. Parecían sobrar en el reloj 8 horas al día y los fines de semana se hacían eternos. La ciudad más cercana, Andorra, quedaba a una hora en coche. El primer día que pasó el puesto fronterizo con la documentación falsa, creía que el corazón se le salía del pecho. Lo van a notar, pensó, y algo debieron notar. Le devolvieron el DNI como a cámara lenta tras revisar el maletero. Llevaba la compra para un mes, nada de alcohol, nada de tabaco. No llames la atención, intenta seguir la misma rutina, le había recomendado Lluis San Antonio. Ese hombre le caía bien, le parecía atractivo. Tenía algo. No habían hablado mucho. Se había presentado como compañero de su marido. Había aprendido a no hacer preguntas, y no le extraño que las abordara sin más formalidades. Las preguntas las anotaba en su diario, le ayudaban a ordenar las ideas. Al principio, al regresar de aquel viaje en Rusia, sentía que la arrastraba la corriente. No  sería capaz de entender nada de lo que le estaba ocurriendo. Dejó de escribir un tiempo, hasta que las niñas fueron creciendo. Pero sintió la necesidad de regresar a sus páginas cuando Ángel ingreso en la cárcel. En medio de tanta confusión, era como encender una pequeña cerilla.

 

 
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